28.10.06

Los Paraguas de Cherburgo de Jacques Demy

Dirección y guión: Jacques Demy
País: Francia
Año: 1964
Duración: 91 min.
Interpretación: Catherine Deneuve (Geneviève Emery), Nino Castelnuovo (Guy Foucher), Anne Vernon (Madame Emery), Marc Michel (Roland Cassard), Ellen Farner (Madeleine)
Producción: Mag Bodard
Fotografía: Jean Rabier
Montaje: Anne-Marie Cotret y Monique Teisseire
Música: Michel Legrand

Tras un elegante movimiento de cámara, el privilegiado espectador contempla el devenir de la gente por la calle desde una perspectiva zenital. Empieza a llover sobre los adoquines que llenan la pantalla como si de una pared de ladrillos se tratara. Sobre dicha pared se proyectan los créditos de la película. Los transeúntes, cubiertos enteramente por sus paraguas de colores, se deslizan entre los nombres de los responsables del film como si fueran obstáculos. Así, al compás de la música de Michel Legrand, tipografía y paraguas andantes danzan juntos olvidándose de su distinta naturaleza.
Con este juego coreográfico, a mi entender, representativo de lo que va a suponer el metraje posterior, empieza Los Paraguas de Cherburgo, film con el que Jacques Demy se llevaría la Palma de Oro de Cannes en 1964.

Geneviève es una atractiva joven que vive con su madre a la vez que le ayuda en la tienda de paraguas que poseen. Conocerá a Guy, un apuesto y bondadoso mecánico, y en seguida se enamorarán. Pese a que Madame Emery, la madre de Geneviève, no aprueba la relación por la juventud de su hija y la pobreza de Guy, será el servicio militar el que separe la pareja: Él será destinado dos años a Argelia y quizás no se vuelvan a ver. Embarazada de su amado, pero sin recibir noticias suyas, Geneviève cederá ante los deseos de su madre y se casará con Roland Cassard, un rico vendedor de joyas. Un tiempo después, Guy volverá a la ciudad.

A juzgar por el argumento del film, que ya se nos ha contado más de una vez, podríamos pensar que nos encontramos ante un musical melodramático cualquiera; sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que nos hallamos ante un film inusual. Tras los créditos iniciales comentados, nos veremos sorprendidos por unos personajes que hablan cantando. Ni números espectaculares insertados a la fuerza ni momentos musicales motivados por la trama; en el Cherburgo fílmico de Demy, en el que los parajes reales presentan los colores saturados propios de los decorados del género musical, el canto es la forma natural de expresión de los personajes que lo habitan.
La inquietud invade al espectador: ¿Nos encontramos ante la sublimación de las constantes del género? ¿Ante un homenaje? Perplejos frente al recital que no cesa y la coreografía perfecta de cámara y puesta en escena, no podemos dejarnos de cuestionar sobre el porqué de semejante hazaña técnica. Una estructura clásica y previsible, cristalizada en tres episodios que delatan el marco de enunciación, así como unos personajes estereotípicos que incluso llegan a ironizar sobre su propia condición (Madame Emery: ¡Solo se muere de amor en las películas!), nos inducirán a plantearnos la naturaleza lingüística de lo que estamos viendo, y a comprender el innovador contrato que nos ofrece Jacques Demy: El director opta por cortar con las ataduras que esclavizan el desgastado musical cinematográfico a la tradición teatral, dejando de lado el número cabaretero y convirtiendo las constantes del género en códigos que rigen el mundo del film, que determinan su naturaleza. Así, de mano de Demy, el musical deja de ser un combinado de elementos de origen dispar para convertirse en un modo de narrar esencialmente cinematográfico.
Cierto es que la conclusión anterior es el resultado de una reflexión posterior al visionado de la película, sin embargo, podemos confirmar la posición consciente del espectador durante la proyección del film. Solo a través de su voluntad de participar en el juego planteado por Demy, podemos explicar su implicación en un mundo que se le antojó tan hermético. El espectador se deshace voluntariamente de su coraza y se muestra vulnerable, permitiendo, de este modo, que lo que en un principio le llego a parecer risible, le conmueva profundamente. Escenas como la triste despedida de los enamorados, y un final muy cercano a nuestra realidad, nos recordarán que, pese a la madurez alcanzada por el cine y su espectador, la pantalla puede seguir desbordada de emoción.
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18.10.06

Palíndromos de Todd Solondz

Dirección y guión:Todd Solondz
País: USA
Año: 2004
Duración: 100 min
Interpretación: Matthew Faber (Mark Wiener), Angela Pietropinto (Sra. Wiener), Bill Buell (Sr. Wiener), Emani Sledge (Dawn Aviva), Ellen Barkin (Joyce Victor), Valerie Shusterov (Judah). Richard Masur (Steve Victor), Hillary B. Smith (Robin Wallace), Danton Stone (Bruce Wallace), Hannah Freiman (Henry Aviva), Jennifer Jason Leigh ("Mark" Aviva), Sharon Wilkins (Mama Sunshine Aviva)
Producción: Mike S. Ryan y Derrick Tseng
Fotografía: Tom Richmond
Montaje: Mollie Goldstein y Kevin Messman
Música: Nathan Larson

“La mitad de la gente se ríe con mis películas. La otra mitad se enfada. Y lo ideal sería que hicieran las dos cosas a la vez.” Todd Solondz

Con dos años de retraso ha llegado a nuestras pantallas Palíndromos, el último trabajo del controvertido cineasta estadounidense Todd Solondz. Una vez más, como ya hiciera con su filmografía anterior, se mostrará capaz de consternar, de un modo u otro, a toda clase de público.

Palíndromos trata la historia de Aviva, una jovencita de doce años que cree ver en el hecho de ser madre, la solución a sus problemas emocionales. No tardará en quedar embarazada y sus padres le obligarán a abortar. Tras los traumáticos hechos, Aviva escapará de la casa de sus progenitores y emprenderá un viaje en solitario (de esos que, en principio, te cambia la vida…) por un mundo extraño y lleno de posibilidades.
A menudo se entiende a la obra de Solondz como una radiografía crítica de la sociedad americana (y, por extensión, occidental) y, a su vez, como un paseo por la frontera que separa el drama del humor. Esta definición se queda corta ante Palíndromos, a mí entender, su obra más personal en la que manifiesta una filosofía íntima, intuida pero no desarrollada en sus trabajos anteriores. Es a partir de las constantes del cine hollywoodiense (a menudo, a través de su negación) que el director americano desarrolla su narrativa personal, su poesía propia. Un ejemplo concreto lo encontramos en el uso de la música en la banda sonora, introducida en los momentos dramáticos de la forma más convencional y cortada repentinamente, incomodando al espectador. Es este sentimiento de incomodidad, de desubicación, el que se apodera de la sala durante todo el metraje gracias a una puesta en escena que trata con familiaridad personajes y situaciones vetadas en el cine más al uso.
El viaje de Aviva, como si de un cuento se tratara, será explicado a través de una serie de episodios. El espectador, acostumbrado a los viajes edificantes en los que el personaje da sentido a su existencia, acompañará a la bondadosa Aviva (y parece que para Solondz, la bondad es el resultado del desconocimiento, de la inconsciencia) por unas aventuras que acabarán donde empezaron. Será Mark Wiener, informático y presunto pedófilo de pensamiento determinista, quien, a través de unas palabras que parecen salidas de la boca del propio director, recordará a Aviva su imposibilidad de cambiar. De nada le servirá a la protagonista ser interpretada por seis actrices muy distintas, pues su historia terminará en el punto del que partió, del mismo modo que ocurre con su nombre y con cualquier otro palíndromo (para Solondz, metáfora de la naturaleza humana). En el sinfín de personajes que acompañarán a la muchacha durante su viaje, el espectador intuirá algo muy familiar que no percibe en los héroes del cine convencional. En su ambigüedad existencial, a menudo oculta bajo una férrea doble moralidad, veremos reflejados nuestros miedos más íntimos. Así, esos seres que en un principio se nos antojaron grotescos, nos recordarán nuestra realidad más inmediata. Acostumbrados a identificarnos con personajes ideales que eligen, se transforman y dan sentido a su existencia, Todd Solondz nos despierta de nuestro dulce sueño de libertad echando por tierra los grandes discursos que intentan justificar al ser humano, dotarlo de significado, y recordándonos el sinsentido que nos rodea. Ante semejante drama, tan solo nos queda reír.
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17.10.06

Grizzly Man de Werner Herzog

Dirección y guión: Werner Herzog
País: USA
Año: 2005
Duración: 104 min
Producción: Erik Nelson
Fotografía: Peter Zeitlinger
Montaje: Joe Bini
Música: Richard Thompson

El norteamericano Timothy Treadwell, amante y estudioso amateur de los osos grizzly, convivió con estos feroces animales durante trece veranos. Convencido de ser el único protector de estos seres que, a sus ojos, representaban la expresión prefecta de la vida, no dudaría en acampar en sus territorios y omitir constantemente la ley que prohíbe acercárseles a menos de 90 metros. Convertido en una celebridad a raíz de sus numerosas visitas a escuelas y sus apariciones televisivas se ganaría la enemistad de investigadores y biólogos, y sería visto por muchos como un enajenado obsesionado en una arriesgada e incomprensible labor altruista. Las críticas no doblegaron la voluntad de Timothy que en sus últimas cinco expediciones se llevaría consigo una cámara de video para grabar sus aventuras e inmortalizar su experiencia vital. En octubre de 2003, las peores expectativas se cumplirían: Timothy y Amie Huguenard, su novia y acompañante ocasional, serían despedazados y devorados por un gran oso grizzly. Su muerte no sorprendería a casi nadie e incluso un sector de la derecha política la tacharía, con escalofriante cinismo, de “muerte típica de un demócrata”.

Diametralmente opuesta sería la actitud de Werner Herzog quien, desde una perspectiva respetuosa, intuiría en la historia del hombre grizzly un drama latente, una dimensión desconocida por la mayoría. A través de material seleccionado de las cerca de 90 horas rodadas por Treadwell y de entrevistas a sus allegados, el cineasta alemán construye un retrato íntimo del protagonista y destapa los antiguos fantasmas que regían su vida: adolescente apuesto y deportista con un futuro prometedor, el joven Timothy descubrió la mala vida en la universidad. Tras flirteos con las drogas e incubando un incipiente alcoholismo, decidiría dar un vuelco a su vida y ser actor. Sin embargo, tras ser rechazado para un papel en la serie Cheers, caería en un espiral de profundas depresiones y autodestrucción. Siendo su vida un sinfín de promesas no cumplidas, sintió de nuevo la necesidad de reinventarse. Es al mirar hacia atrás en busca de cobijo cuando recordará su rosebud personal, la afición a los osos de peluche, que despertará en él la desmesurada pasión por los osos grizzly. Timothy se apartará de la sociedad y se refugiará en las reservas naturales de Alaska donde forjará un mundo ideal al lado de los osos (a sus ojos, encarnación de la bondad). Treadwell se autonombrará guardián de este mundo armónico y sencillo, y un inexistente cazador furtivo, representante de la civilización que lo rehuyó, será su único enemigo. Su atormentado espíritu encontrará momentáneamente la paz en esta idealizada naturaleza y su cámara la intentará embalsamar. Sin embargo, este mundo utópico no tardará en resquebrajarse.
Werner Herzog, quien ha otorgado un importante papela a la naturaleza, tanto en su vida como en su obra, y ha hablado de la sensibilidad new age y el esoterismo como enfermedades de la civilización, aprovecha el material rodado por Treadwell para exponer sus ideas sobre la relación entre el hombre y el mundo. De este modo, la bondadosa naturaleza mostrada en los bellos retratos paisajísticos y los simpáticos planos de los osos que, acompañados de unas agradables notas de guitarra, inician el film, se evidenciarán como resultado de una confusa proyección humana al ser enfrentadas a las tomas falsas, al material que Treadwell hubiese rechazado en un montaje sobre su mundo ideal. La mirada amable que ve él en los osos y que le conduce a hablar con ellos como si de seres humanos se tratara, se desvanecerá cuando tope con los restos mortales de un osezno que ha sido devorado por un macho adulto. La visión idealizada del protagonista, que incluso llegará a adorar las heces osunas, se entroncará con la violencia y el caos natural. La trágica muerte bajo las garras de sus queridos osos corroborará que el mundo de Timothy no se correspondía con la indiferente (caótica, inhumana…) realidad, que el lugar que había encontrado a su medida tan solo existía en sus películas.
De mano de Herzog, el loco de Timothy Treadwell se convierte en un bondadoso personaje capaz de ganarse el afecto del espectador. Vapuleado por la civilización, su obcecada lucha por una empresa destinada al fracaso se convierte en un emotivo reflejo del combate del hombre contra el absurdo existencial, contra el vacío. Werner Herzog hace trascender las bellas imágenes del aprendiz de documentalista, convirtiendo lo que en principio se nos antojó como una historia delirante y sin sentido en un conmovedor discurso. Siempre respetuoso, como lo corrobora la escena en la que pide que se destruya la cinta que registra los gritos de Timothy y Amie siendo devorados (material de valor incalculable para un documentalista sin escrúpulos), Herzog deja de lado el morbo para centrar la atención en la naturaleza pasional y guerrera que caracteriza a Treadwell hermanándole con otros personajes del universo del cineasta como Fitzcarraldo o Lope de Aguirre. Sobrepasando la mera curiosidad, el director alemán hace suyas las imágenes del hombre grizzly para presentar, sin tapujos, su visión particular del mundo; devolviendo el cine, de este modo, al lugar que mejor le sienta: un lugar poético entre el lenguaje y la realidad desde el que es posible explorar la contradictoria naturaleza humana.
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