Dirección y guión: Jacques Demy
País: Francia
Año: 1964
Duración: 91 min.
Interpretación: Catherine Deneuve (Geneviève Emery), Nino Castelnuovo (Guy Foucher), Anne Vernon (Madame Emery), Marc Michel (Roland Cassard), Ellen Farner (Madeleine)
Producción: Mag Bodard
Fotografía: Jean Rabier
Montaje: Anne-Marie Cotret y Monique Teisseire
Música: Michel Legrand
Tras un elegante movimiento de cámara, el privilegiado espectador contempla el devenir de la gente por la calle desde una perspectiva zenital. Empieza a llover sobre los adoquines que llenan la pantalla como si de una pared de ladrillos se tratara. Sobre dicha pared se proyectan los créditos de la película. Los transeúntes, cubiertos enteramente por sus paraguas de colores, se deslizan entre los nombres de los responsables del film como si fueran obstáculos. Así, al compás de la música de Michel Legrand, tipografía y paraguas andantes danzan juntos olvidándose de su distinta naturaleza.
Con este juego coreográfico, a mi entender, representativo de lo que va a suponer el metraje posterior, empieza Los Paraguas de Cherburgo, film con el que Jacques Demy se llevaría la Palma de Oro de Cannes en 1964.
Geneviève es una atractiva joven que vive con su madre a la vez que le ayuda en la tienda de paraguas que poseen. Conocerá a Guy, un apuesto y bondadoso mecánico, y en seguida se enamorarán. Pese a que Madame Emery, la madre de Geneviève, no aprueba la relación por la juventud de su hija y la pobreza de Guy, será el servicio militar el que separe la pareja: Él será destinado dos años a Argelia y quizás no se vuelvan a ver. Embarazada de su amado, pero sin recibir noticias suyas, Geneviève cederá ante los deseos de su madre y se casará con Roland Cassard, un rico vendedor de joyas. Un tiempo después, Guy volverá a la ciudad.
A juzgar por el argumento del film, que ya se nos ha contado más de una vez, podríamos pensar que nos encontramos ante un musical melodramático cualquiera; sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que nos hallamos ante un film inusual. Tras los créditos iniciales comentados, nos veremos sorprendidos por unos personajes que hablan cantando. Ni números espectaculares insertados a la fuerza ni momentos musicales motivados por la trama; en el Cherburgo fílmico de Demy, en el que los parajes reales presentan los colores saturados propios de los decorados del género musical, el canto es la forma natural de expresión de los personajes que lo habitan.
La inquietud invade al espectador: ¿Nos encontramos ante la sublimación de las constantes del género? ¿Ante un homenaje? Perplejos frente al recital que no cesa y la coreografía perfecta de cámara y puesta en escena, no podemos dejarnos de cuestionar sobre el porqué de semejante hazaña técnica. Una estructura clásica y previsible, cristalizada en tres episodios que delatan el marco de enunciación, así como unos personajes estereotípicos que incluso llegan a ironizar sobre su propia condición (Madame Emery: ¡Solo se muere de amor en las películas!), nos inducirán a plantearnos la naturaleza lingüística de lo que estamos viendo, y a comprender el innovador contrato que nos ofrece Jacques Demy: El director opta por cortar con las ataduras que esclavizan el desgastado musical cinematográfico a la tradición teatral, dejando de lado el número cabaretero y convirtiendo las constantes del género en códigos que rigen el mundo del film, que determinan su naturaleza. Así, de mano de Demy, el musical deja de ser un combinado de elementos de origen dispar para convertirse en un modo de narrar esencialmente cinematográfico.
Cierto es que la conclusión anterior es el resultado de una reflexión posterior al visionado de la película, sin embargo, podemos confirmar la posición consciente del espectador durante la proyección del film. Solo a través de su voluntad de participar en el juego planteado por Demy, podemos explicar su implicación en un mundo que se le antojó tan hermético. El espectador se deshace voluntariamente de su coraza y se muestra vulnerable, permitiendo, de este modo, que lo que en un principio le llego a parecer risible, le conmueva profundamente. Escenas como la triste despedida de los enamorados, y un final muy cercano a nuestra realidad, nos recordarán que, pese a la madurez alcanzada por el cine y su espectador, la pantalla puede seguir desbordada de emoción.[+/-] Seguir Leyendo...
País: Francia
Año: 1964
Duración: 91 min.
Interpretación: Catherine Deneuve (Geneviève Emery), Nino Castelnuovo (Guy Foucher), Anne Vernon (Madame Emery), Marc Michel (Roland Cassard), Ellen Farner (Madeleine)
Producción: Mag Bodard
Fotografía: Jean Rabier
Música: Michel Legrand
Tras un elegante movimiento de cámara, el privilegiado espectador contempla el devenir de la gente por la calle desde una perspectiva zenital. Empieza a llover sobre los adoquines que llenan la pantalla como si de una pared de ladrillos se tratara. Sobre dicha pared se proyectan los créditos de la película. Los transeúntes, cubiertos enteramente por sus paraguas de colores, se deslizan entre los nombres de los responsables del film como si fueran obstáculos. Así, al compás de la música de Michel Legrand, tipografía y paraguas andantes danzan juntos olvidándose de su distinta naturaleza.
Con este juego coreográfico, a mi entender, representativo de lo que va a suponer el metraje posterior, empieza Los Paraguas de Cherburgo, film con el que Jacques Demy se llevaría la Palma de Oro de Cannes en 1964.
Geneviève es una atractiva joven que vive con su madre a la vez que le ayuda en la tienda de paraguas que poseen. Conocerá a Guy, un apuesto y bondadoso mecánico, y en seguida se enamorarán. Pese a que Madame Emery, la madre de Geneviève, no aprueba la relación por la juventud de su hija y la pobreza de Guy, será el servicio militar el que separe la pareja: Él será destinado dos años a Argelia y quizás no se vuelvan a ver. Embarazada de su amado, pero sin recibir noticias suyas, Geneviève cederá ante los deseos de su madre y se casará con Roland Cassard, un rico vendedor de joyas. Un tiempo después, Guy volverá a la ciudad.
A juzgar por el argumento del film, que ya se nos ha contado más de una vez, podríamos pensar que nos encontramos ante un musical melodramático cualquiera; sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que nos hallamos ante un film inusual. Tras los créditos iniciales comentados, nos veremos sorprendidos por unos personajes que hablan cantando. Ni números espectaculares insertados a la fuerza ni momentos musicales motivados por la trama; en el Cherburgo fílmico de Demy, en el que los parajes reales presentan los colores saturados propios de los decorados del género musical, el canto es la forma natural de expresión de los personajes que lo habitan.
La inquietud invade al espectador: ¿Nos encontramos ante la sublimación de las constantes del género? ¿Ante un homenaje? Perplejos frente al recital que no cesa y la coreografía perfecta de cámara y puesta en escena, no podemos dejarnos de cuestionar sobre el porqué de semejante hazaña técnica. Una estructura clásica y previsible, cristalizada en tres episodios que delatan el marco de enunciación, así como unos personajes estereotípicos que incluso llegan a ironizar sobre su propia condición (Madame Emery: ¡Solo se muere de amor en las películas!), nos inducirán a plantearnos la naturaleza lingüística de lo que estamos viendo, y a comprender el innovador contrato que nos ofrece Jacques Demy: El director opta por cortar con las ataduras que esclavizan el desgastado musical cinematográfico a la tradición teatral, dejando de lado el número cabaretero y convirtiendo las constantes del género en códigos que rigen el mundo del film, que determinan su naturaleza. Así, de mano de Demy, el musical deja de ser un combinado de elementos de origen dispar para convertirse en un modo de narrar esencialmente cinematográfico.
Cierto es que la conclusión anterior es el resultado de una reflexión posterior al visionado de la película, sin embargo, podemos confirmar la posición consciente del espectador durante la proyección del film. Solo a través de su voluntad de participar en el juego planteado por Demy, podemos explicar su implicación en un mundo que se le antojó tan hermético. El espectador se deshace voluntariamente de su coraza y se muestra vulnerable, permitiendo, de este modo, que lo que en un principio le llego a parecer risible, le conmueva profundamente. Escenas como la triste despedida de los enamorados, y un final muy cercano a nuestra realidad, nos recordarán que, pese a la madurez alcanzada por el cine y su espectador, la pantalla puede seguir desbordada de emoción.[+/-] Seguir Leyendo...